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Comentario las Lecturas del día.
Domingo IX del Tiempo Ordinario- Ciclo A
(Dt 11,18.26-28.32; Sal 30; Rom 3,21-25a. 28; Mt 7,21-27)
Escuchando con el corazón la voluntad de Dios
El Deuteronomio o Segunda Ley, se presenta como el memorial que Moisés quiere perpetuar en medio del pueblo: una mirada, crítica y agradecida a la vez, sobre los grandes acontecimientos vividos desde la salida de Egipto. El centro del mensaje se desarrolla como una llamada a la conversión. El pueblo ha vivido su relación con el Dios redentor y misericordioso de manera inconstante, ha sido reiteradamente infiel. Antes de entrar en la tierra prometida, que tienen ya a la vista, han de hacer una opción definitiva: Dios o los dioses, la bendición o la maldición, la vida o la muerte… Se trata de que el pueblo de Dios lleve su Ley escrita, no en piedra, sino en el corazón, en el interior de cada hombre y de cada mujer llamados a vivir el camino de libertad:
“Meteos estas palabras mías en el corazón y en el alma…”.
No en la mente, o no primordialmente en el lugar de la razón y de la lógica, sino en el lugar de los afectos y del espíritu, en lo más profundo del ser; solo así se logrará hacer de ella una ley de vida y para la vida, de comunión y para la comunión.
La experiencia nos dice, que las normas que aceptamos desde la lógica, nuestra lógica, pueden ser interpretaciones interesadas, cambiadas arbitrariamente o mantenidas de manera estática, abandonando el espíritu que las impulsó; en este caso, y en su esencia: la “voluntad salvífica de Dios”. Eso es lo que nos cuesta: acoger y conformarnos a otra voluntad que no sea la nuestra… rechazamos hacernos conformes, tomar la forma… que Dios nos quiere dar, que no es otra que la de “dioses” (a su imagen y semejanza). Preferimos seguir a dioses extraños, formas camufladas de la esclavitud. Ésta es, en definitiva, la mayor trasgresión de la ley, el mayor pecado del que es difícil liberarse y por el que necesitamos, una y otra vez, ser liberados/as y justificados/as. No mediante nuestras fuerzas, que no las tenemos, sino por el Espíritu que Dios derrama en nuestros corazones (Rom 5,5), por su Palabra hecha redención: Jesucristo. Entre la antigua alianza y la alianza sellada en Jesucristo se da una continuidad, pero también una novedad absoluta:
“Ahora, la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los profetas, se ha manifestado independientemente de la Ley…”
La “Justicia de Dios” tiene un rostro concreto y corresponde al de una persona conformada con la voluntad divina de forma única, pero participable. Ser Hijo único de Dios es propio de la Palabra Encarnada, pero ser “hijos e hijas de Dios”, se da a todos aquellos/as que se abandonan a él o que viven la voluntad divina como él la vivió entre nosotros: “hasta la muerte y una muerte de cruz”.
“Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna”.
Todos/as (y habría que entender en esta totalidad a la humanidad entera, incluso a quienes, sin tener en Cristo el centro de su fe, viven de acuerdo con su Proyecto y con la voluntad de Dios por él proclamada) “… son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús”.
La justicia de Dios, no está condicionada por la ley sino religada a la fe en Jesucristo, al Proyecto del reino que abarca infinitamente más allá del horizonte eclesial. La voluntad de Dios, anunciada una y otra vez por los profetas, debería modelar las relaciones del pueblo: Israel-Iglesia (en último término, la comunidad humana universal), poniendo el énfasis en la justicia y en la misericordia; pero no ha sido así. Todavía no hemos alcanzado esa meta. No hay más que mirar a nuestro alrededor… La visión del apóstol Pablo sobre la justificación y la gracia ha ejercido una gran influencia tanto en la doctrina como en la teología cristiana. Y más aún las interpretaciones que se han ido dando a la doctrina paulina a lo largo de la historia, entre ellas la de Agustín de Hipona y su discípulo Martín Lutero. Interpretaciones que, lejos de unir a los miembros de la comunidad eclesial, han servido para dividirnos y faltar, una vez más, al único “mandato” de Jesús:
Que seáis uno como el Padre y yo somos uno (Cf Jn 17).
Entonces ¿Qué nos justifica: la fe o las obras?
“…sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley”
Muy fuerte… Santiago nos dirá que la fe sin obras es vacía y estéril (cf. Sant 2,14-17). Tendremos que escuchar al Maestro de Nazaret y dejarnos iluminar, una vez más, por su palabra. Jesús advierte que el sometimiento a la ley de manera interesada y soberbia, basada en una actitud hipócrita, no tiene valor alguno. Ni siquiera lo que podríamos considerar grandes obras realizadas supuestamente en nombre del Señor, abalan una verdadera entrega a él y a su reinado de justicia y de paz. Grandes tiranos, a lo largo de la historia, han ejercido el poder y perseguido y asesinado a sus hermanos, bajo el lema “en nombre de Dios” y “por la gracia de Dios”. Por tanto:
“No todo el que me diga “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos”.
Y no vale a estas alturas preguntarse por el contenido y significado de esa voluntad divina, porque se nos ha venido mostrando de manera insistente, machacona, por boca de los profetas y por boca del mismo Jesús. (Repasemos las lecturas proclamadas en la comunidad cristiana a lo largo del tiempo que llamamos “ordinario”, apegado a lo cotidiano). Dando por supuesto que conocemos y nos hemos quedado con esas palabras, con esa ley, en el corazón, pero también conociendo nuestra debilidad y nuestro talante olvidadizo para las cosas importantes, Jesús narra esa breve parábola: dos personas construyendo “su casa” (su persona); la una, cavando los cimientos sobre la roca (por cierto, uno de los términos con mayor sentido bíblico); la otra, de manera vaga e indisciplinada, sin haber atendido a las enseñanzas recibidas, construyendo de cualquier manera sobre arena, sobre lo que no tiene solidez alguna:
“Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron sobre la casa…”
Nuestra vida, nuestra comunidad, nuestra sociedad… ¿sobre qué está construida?
Trinidad León Martín mc
Videos
Camino de Formación de Líderes Mercedarios. R.D.
100 años Siendo Merced de Dios en la Prov. San José
Jóvenes Líderes Mercedarios, R.D. (Historía, Segunda Etapa.)
HISTORIA DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD. JMJ
La historia de la JMJ.
Enviado por Sor Pilar López.
Nuestro Fundador
Presentamos una breve biografía de este hombre de Dios y del pueblo, testigo y profeta de la ternura y de la misericordia de Dios, mártir de la caridad redentora.
¡MERCED DE DIOS EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO DE HOY!
Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno es el fundador de la Congregación de las hermanas Mercedarias de la Caridad.
Nació en Granada, el 11 de octubre de 1831, en el seno de una familia cristiana. Sus padres, Don Antonio Zegrí Martín y Dña Josefa Moreno Escudero, le dieron una esmerada educación. Forjaron su rica personalidad en los valores humano/evangélicos; valores que le otorgaron una elegancia natural y una capacidad de relación entrañable y cercana para con todos.
Dios Padre, por su Espíritu, le regaló la vocación sacerdotal para servir a los seres humanos el Evangelio de la caridad redentora. Después de cursar sus estudios se ordena sacerdote en la catedral de Granada el día 2 de junio de 1855.
Impactado por los problemas sociales y por las necesidades de los más desfavorecidos, se sintió llamado, también, a fundar una Congregación religiosa para liberar a los seres humanos de sus esclavitudes. La funda bajo la protección e inspiración de María de la Merced, la peregrina humilde de la gratuidad de Dios, en Málaga, el 16 de marzo de 1878.
Hijo fiel de la Iglesia, y bajo el signo de la obediencia de la fe, como entrega de una vida, muere un 17 de marzo de 1905 en la ciudad de Málaga, sólo y abandonado, como él había decidido morir; a ejemplo del Crucificando, fijos los ojos en el autor y consumador de nuestra fe.
Como hombre, fue íntegro, equilibrado y coherente, responsable y decidido, abierto a la vida y a las relaciones. Buen comunicador y amigo de sus amigos.
Como cristiano, fiel a la fidelidad que Dios le había revelado en el misterio pascual de su Hijo, con quien le configuró, llegando a sufrir un verdadero martirio del corazón.
Como fundador, fue aquel que supo dar la vida por su obra, en silencio y soledad, en un desierto no deseado pero amado, desde el que introdujo a toda la Congregación en un camino de comunión como signo de fidelidad al Evangelio y al carisma recibido del Espíritu.
El sueño más acariciado por él, que fue también el carisma que recibió como don, para bien de la Iglesia y de la comunidad humana, fue:
"Curar todas las llagas, remediar todos los males, calmar todos los pesares, desterrar todas las necesidades, enjugar todas las lágrimas, no dejar, si posible fuera en todo el mundo, un solo ser abandonado, afligido, desamparado, sin educación religiosa y sin recursos"
Soñaba, como Jesús, poder pasar haciendo el bien a la humanidad, en Dios, por Dios y para Dios, dejándose interpelar por las necesidades de los más pobres, de quienes deseaba ser su providencia visible.
Probado como oro en el crisol y enterrado en el surco de la tierra, como el grano de trigo, elaboró una rica espiritualidad cuyos pilares son:
La caridad redentora, para hacer beneficios a la humanidad y servir a los pobres el Evangelio del amor y de la ternura de Dios el amor y la entrega a Jesucristo Redentor en su misterio pascual, para asociarnos a su obra redentora, por su cuerpo que es la Iglesia, el amor a María de la Merced con la que hacemos el camino de discipulado, mirándonos en Ella como paradigma de la mujer nueva al servicio del Reino
Vivió e hizo suyas todas las virtudes cristianas de manera heroica, sobre todo la fe, la esperanza y la caridad y todas aquellas virtudes humanas que dan elegancia a la caridad y la hacen entrañable en las relaciones: humildad, afabilidad, dulzura , ternura, misericordia, bondad, mansedumbre, paciencia, generosidad, gratuidad y benevolencia.
La Iglesia reconoció sus virtudes heroicas proclamándolo Venerable el día 21 de diciembre del año 2001.
Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno, bendiciendo a las hermanas mercedarias con el don de la caridad redentora, ha ido dejando , con ellas, semillas de amor redentor y de liberación en los surcos del mundo.
Realizó un milagro que la Iglesia ha considerado de segundo grado en la persona de Juan de la Cruz Arce, en la ciudad de Mendoza, Argentina, restituyéndole el páncreas, que se le había extirpado totalmente en una intervención quirúrgica.
Su vida es un desafío para todos los que seguimos su espiritualidad, no tanto por lo que hizo, sino porque supo amar a la manera de Dios sirviendo el Evangelio de la caridad a los pobres . El nos reveló que la ternura y la misericordia de Dios se hacen realidad en el corazón de los seres humanos por el misterio de la redención del Hijo y haciendo camino con El.
El P. Zegrí hizo camino de discipulado
entregándose total y exclusivamente a Cristo, viviendo sus mismas actitudes y sentimiento,
perdonando a quienes le calumniaron, no tiendo en cuenta el mal y creando lazos de comunión, de encuentro y de relación ofreciéndose con Jesús en la cruz, para bien de la humanidad , construyendo humanidad nueva
amando a María, de quien siempre estuvo enamorado, dando un sí a Dios, a la vida, a la historia y a los seres humanos menos favorecidos.
Su beatificación, el día nueve de noviembre de 2003, nos introduce a todos en la merced de Dios, en ese espacio de gratuidad en la que Dios es jaris permanente, gracia liberada y redención de todo lo que oprime a los hombres y mujeres de hoy.
Dejemos que su palabra escancie nuestro corazón cuando nos dice: ¡Cómo llenará vuestro corazón, como os parecerá hermoso, el día que podáis decir al terminarlo: hoy he curado esta llaga, he dulcificado tal desgracia, he enjugado las lágrimas de alguien que sufre con una palabra de consuelo!
Porque para el P. Zegrí, la caridad, que es Dios, no pasa nunca. El es un verdadero testigo de que la caridad es la solución a todos los problemas sociales y camino de nueva humanidad. A él, también, le confiamos la historia y la Iglesia de hoy.
¡VIVE, CRISTO!
¡Ha Resucitado!
¡ALELUYA!
...tú, puedes!
Beato P. Zegrí
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