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sábado, 30 de enero de 2010

Comentario las Lecturas del día.

Domingo IX del Tiempo Ordinario- Ciclo A

(Dt 11,18.26-28.32; Sal 30; Rom 3,21-25a. 28; Mt 7,21-27)

Escuchando con el corazón la voluntad de Dios

El Deuteronomio o Segunda Ley, se presenta como el memorial que Moisés quiere perpetuar en medio del pueblo: una mirada, crítica y agradecida a la vez, sobre los grandes acontecimientos vividos desde la salida de Egipto. El centro del mensaje se desarrolla como una llamada a la conversión. El pueblo ha vivido su relación con el Dios redentor y misericordioso de manera inconstante, ha sido reiteradamente infiel. Antes de entrar en la tierra prometida, que tienen ya a la vista, han de hacer una opción definitiva: Dios o los dioses, la bendición o la maldición, la vida o la muerte… Se trata de que el pueblo de Dios lleve su Ley escrita, no en piedra, sino en el corazón, en el interior de cada hombre y de cada mujer llamados a vivir el camino de libertad:

“Meteos estas palabras mías en el corazón y en el alma…”.

No en la mente, o no primordialmente en el lugar de la razón y de la lógica, sino en el lugar de los afectos y del espíritu, en lo más profundo del ser; solo así se logrará hacer de ella una ley de vida y para la vida, de comunión y para la comunión.

La experiencia nos dice, que las normas que aceptamos desde la lógica, nuestra lógica, pueden ser interpretaciones interesadas, cambiadas arbitrariamente o mantenidas de manera estática, abandonando el espíritu que las impulsó; en este caso, y en su esencia: la “voluntad salvífica de Dios”. Eso es lo que nos cuesta: acoger y conformarnos a otra voluntad que no sea la nuestra… rechazamos hacernos conformes, tomar la forma… que Dios nos quiere dar, que no es otra que la de “dioses” (a su imagen y semejanza). Preferimos seguir a dioses extraños, formas camufladas de la esclavitud. Ésta es, en definitiva, la mayor trasgresión de la ley, el mayor pecado del que es difícil liberarse y por el que necesitamos, una y otra vez, ser liberados/as y justificados/as. No mediante nuestras fuerzas, que no las tenemos, sino por el Espíritu que Dios derrama en nuestros corazones (Rom 5,5), por su Palabra hecha redención: Jesucristo. Entre la antigua alianza y la alianza sellada en Jesucristo se da una continuidad, pero también una novedad absoluta:

“Ahora, la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los profetas, se ha manifestado independientemente de la Ley…”

La “Justicia de Dios” tiene un rostro concreto y corresponde al de una persona conformada con la voluntad divina de forma única, pero participable. Ser Hijo único de Dios es propio de la Palabra Encarnada, pero ser “hijos e hijas de Dios”, se da a todos aquellos/as que se abandonan a él o que viven la voluntad divina como él la vivió entre nosotros: “hasta la muerte y una muerte de cruz”.

Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna”.

Todos/as (y habría que entender en esta totalidad a la humanidad entera, incluso a quienes, sin tener en Cristo el centro de su fe, viven de acuerdo con su Proyecto y con la voluntad de Dios por él proclamada) “… son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús”.

La justicia de Dios, no está condicionada por la ley sino religada a la fe en Jesucristo, al Proyecto del reino que abarca infinitamente más allá del horizonte eclesial. La voluntad de Dios, anunciada una y otra vez por los profetas, debería modelar las relaciones del pueblo: Israel-Iglesia (en último término, la comunidad humana universal), poniendo el énfasis en la justicia y en la misericordia; pero no ha sido así. Todavía no hemos alcanzado esa meta. No hay más que mirar a nuestro alrededor… La visión del apóstol Pablo sobre la justificación y la gracia ha ejercido una gran influencia tanto en la doctrina como en la teología cristiana. Y más aún las interpretaciones que se han ido dando a la doctrina paulina a lo largo de la historia, entre ellas la de Agustín de Hipona y su discípulo Martín Lutero. Interpretaciones que, lejos de unir a los miembros de la comunidad eclesial, han servido para dividirnos y faltar, una vez más, al único “mandato” de Jesús:

Que seáis uno como el Padre y yo somos uno (Cf Jn 17).

Entonces ¿Qué nos justifica: la fe o las obras?

“…sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley”

Muy fuerte… Santiago nos dirá que la fe sin obras es vacía y estéril (cf. Sant 2,14-17). Tendremos que escuchar al Maestro de Nazaret y dejarnos iluminar, una vez más, por su palabra. Jesús advierte que el sometimiento a la ley de manera interesada y soberbia, basada en una actitud hipócrita, no tiene valor alguno. Ni siquiera lo que podríamos considerar grandes obras realizadas supuestamente en nombre del Señor, abalan una verdadera entrega a él y a su reinado de justicia y de paz. Grandes tiranos, a lo largo de la historia, han ejercido el poder y perseguido y asesinado a sus hermanos, bajo el lema “en nombre de Dios” y “por la gracia de Dios”. Por tanto:

“No todo el que me diga “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos”.

Y no vale a estas alturas preguntarse por el contenido y significado de esa voluntad divina, porque se nos ha venido mostrando de manera insistente, machacona, por boca de los profetas y por boca del mismo Jesús. (Repasemos las lecturas proclamadas en la comunidad cristiana a lo largo del tiempo que llamamos “ordinario”, apegado a lo cotidiano). Dando por supuesto que conocemos y nos hemos quedado con esas palabras, con esa ley, en el corazón, pero también conociendo nuestra debilidad y nuestro talante olvidadizo para las cosas importantes, Jesús narra esa breve parábola: dos personas construyendo “su casa” (su persona); la una, cavando los cimientos sobre la roca (por cierto, uno de los términos con mayor sentido bíblico); la otra, de manera vaga e indisciplinada, sin haber atendido a las enseñanzas recibidas, construyendo de cualquier manera sobre arena, sobre lo que no tiene solidez alguna:

“Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron sobre la casa…”

Nuestra vida, nuestra comunidad, nuestra sociedad… ¿sobre qué está construida?

Trinidad León Martín mc

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